Desde que Hernán Cortés nos cambió espejitos por oro, a los mexicanos nos han dado atole con el dedo. Primero nos vendieron la idea de la “madre patria”, después la del “padre gobierno”, y ahora nos recetan la “Cuarta Transformación” con austeridad… servida en charolas de plata.
Según AMLO vivimos ya en el México postneoliberal, pero cada semana aparece una nueva denuncia: que si los hijos, que si los amigos, que si los primos del compadre de Macuspana. El PAN acusa, Morena se defiende, y el ciudadano sigue atorado en el mismo papel de siempre: aplaudir o aguantar.
El problema es que el discurso de los de arriba viene con más mala leche que nunca. Mientras se nos pide apretarnos el cinturón, los nuevos patriotas revolucionarios se sirven langosta con guacamole de austeridad republicana. Y si alguien protesta, lo tachan de “conservador”. Lo curioso es que los chairos de a pie —esos que de verdad hacen fila en el IMSS, que esperan su turno bajo la mirada de una recepcionista que parece olvidar que también vive de los impuestos— son los únicos que creen en el cuento. Porque en el fondo el pueblo siempre paga el banquete al que jamás está invitado.
La división es la receta favorita: pueblo bueno contra mafia del poder, fifís contra chairos, pobres contra ricos, morenos contra güeros. Y en esa batalla tribal se nos olvida lo obvio: todos somos mexicanos, todos estamos igual de fregados cuando la empleada del Seguro te niega la entrada con la misma soberbia que el diputado en su camionetota.
El chiste político mexicano siempre ha servido para desahogarnos. Pero cuidado: cuando el humor solo sirve de anestesia, el poder se ríe con nosotros. Y mientras nosotros soltamos la carcajada amarga, ellos levantan la copa en el próximo banquete de “austeridad”.
Porque la verdad, querido lector, es que en México ser chairo o ser fifí es pura etiqueta. El verdadero problema es que seguimos siendo comensales de segunda en nuestra propia mesa.