La verdad entre la luz y la sombra: boicot cultural, memoria histórica y política del sentido

La verdad entre la luz y la sombra: boicot cultural, memoria histórica y política del sentido

La campaña “No Music For Genocide” no es un gesto aislado de indignación. Es una intervención cultural que reabre una pregunta antigua y urgente: ¿qué hacemos con la verdad cuando aparece ante nosotros? ¿La hacemos crecer como luz, o la instrumentalizamos como sombra? Más de 400 artistas y sellos han decidido geobloquear sus catálogos en Israel —o retirar por completo su obra de ciertas plataformas— para negar la normalidad cultural de un Estado acusado de genocidio en Gaza y de prácticas de apartheid contra el pueblo palestino.

No se trata de un castigo arbitrario al público, sino de una decisión política consciente: colocar la verdad de frente, validarla con radicalidad y actuar en consecuencia, interrumpiendo la circulación simbólica que hace “normal” lo intolerable. La campaña, lanzada a mediados de septiembre de 2025, convoca a aplicar geo-restricción en Israel sobre los catálogos musicales, a coordinar acciones de visibilización —como la toma de 48 horas de Radio AlHara en Cisjordania— y a inspirarse en el precedente sudafricano del boicot cultural. Entre los nombres que han adherido o se han alineado públicamente figuran Massive Attack, Primal Scream, Björk, Japanese Breakfast, MIKE, Arca, Faye Webster, Fontaines D.C. y otros cientos, con sellos y colectivos que respaldan el movimiento.

Nombrar las plataformas no es un detalle menor, pues en ellas se materializa el dilema ético. El boicot apunta a los “DSPs” (digital service providers) que concentran la escucha global: Spotify, Apple Music, Deezer, Tidal, YouTube Music y Amazon Music. La medida más extendida es el geobloqueo en Israel, una palanca técnica ya conocida por los artistas en otros contextos geopolíticos y que hoy sirve para negar legitimidad cultural mientras dure el crimen. En paralelo, una veta más radical del boicot ha decidido salir de Spotify a nivel global, encendiendo el debate por la ronda cercana a 700 millones de dólares liderada por Daniel Ek, CEO de Spotify, en la compañía europea de inteligencia militar Helsing. Para muchos músicos, seguir monetizando en Spotify implica que una porción del valor de su arte alimenta tecnologías de guerra. Por eso, bandas como Massive Attack han pedido retirar su música de Spotify en todo el mundo y solicitar el geobloqueo en Israel en el resto de plataformas. Otros artistas y sellos denuncian el “gravamen moral” entre la economía del streaming y los complejos militares de alta tecnología.

Ser precisos sobre “vinculaciones” es necesario: al momento, no hay evidencia pública de que Apple Music, Deezer, Tidal, YouTube Music o Amazon Music financien directamente empresas armamentísticas israelíes; el foco actual recae en Spotify por la inversión de su CEO en defensa europea. En las demás plataformas, el reproche ético reside en su operación comercial en Israel y en la contribución a la normalización cultural de un contexto donde se ha documentado un “apartheid digital” que restringe conectividad y circulación de contenidos palestinos. En Gaza y Cisjordania, apagones, estrangulamientos de red y sesgos de moderación pedidos por unidades estatales hacen aún más asimétrica la esfera pública musical. Por eso, la acusación de «no ser cómplices» tiene dos capas: cortar el flujo económico/simbólico hacia quienes tienen vínculos bélicos, y negarse a decorar con playlists una arquitectura que silencia a las víctimas.

Aquí comienza a enlazarse la discusión filosófica: la validación de la verdad, y la negación de la complicidad, se articulan en actos que buscan establecer un nuevo sentido en lo público. Cada repetición de la denuncia no es redundante, sino una estrategia para frustrar el olvido, luchar contra la complicidad y forzar a la cultura a pensar sus propios límites. Así, la pregunta sobre la verdad no es abstracta: ¿puede la cultura ser neutral ante el crimen? ¿Es posible que la verdad sobreviva a la instrumentalización como producto, como cobertura mercantil? El boicot confronta directamente este dilema, apostando por una ética en la que la memoria es activa y tomar partido ya no es una opción relegada sino indispensable.

En este punto, el dilema articula una tradición filosófica crucial que atraviesa milenios y llega al presente. Si para Sócrates la verdad es emancipación —la labor de la filosofía consiste en parir la verdad y no en ocultarla, aun a costa de incomodidad personal y colectiva—, para Maquiavelo la verdad deviene instrumento: lo que importa es el efecto, no la verdad en sí. Sócrates desafía a sus conciudadanos a no temer la incomodidad ni el riesgo de la condena si es en nombre de la búsqueda justa; el filósofo se convierte en testigo incómodo. Frente a ello, Maquiavelo enseña a los gobernantes que la verdad puede y debe ser ocultada, simulada, dosificada según la oportunidad, y que la supervivencia del poder justifica la traición y la sombra. Si el gesto de Sócrates es el del artista que boicotea y desafía la normalidad, el de Maquiavelo es indicativo del poder que instrumentaliza la cultura para perpetuar el statu quo: ambos vectores chocan en cada acto de geobloqueo, cada playlist retirada, cada decisión de visibilizar o callar.

Sin embargo, la discusión sobre verdad y complicidad se complejiza. Hannah Arendt advierte que la mayor amenaza a la libertad de opinar no radica en la censura declarada, sino en la disolución y sustitución de los hechos: cuando “hechos alternativos”, cuidadosamente editados, se imponen al juicio público, la mentira deja de ser excepcional y funda un mundo opaco donde la memoria es campo de batalla. Para Arendt, el compromiso del intelectual y del creador es con la defensa del espacio factual que permite el juicio. En el contexto del boicot musical, el retiro de obras funciona como afirmación radical de la existencia de acontecimientos intolerables y como gesto que niega a la cultura funcionar de telón de fondo a la normalización del crimen.

Noam Chomsky lleva esta exigencia al terreno de la acción política e intelectual contemporánea: comprometerse con la verdad es, por definición, incomodar al poder y tomar partido. No basta con relatar los hechos, sino que se debe revelar la fabricación activa de consensos que perpetúan injusticias; el “consenso manufacturado” es el peligro estructural de nuestros medios globalizados. Al renunciar a la neutralidad, los músicos boicoteadores asumen —como pide Chomsky— la tarea de ensuciar el discurso, manchar la superficialidad confortable del consumo y provocar los interrogantes que la cultura dominante silencia.

Byung-Chul Han suma otra arista indispensable: la positividad y transparencia neoliberal no iguala verdad y visibilidad. Vivimos bajo el paradigma del “todo debe mostrarse”, pero en ese océano de datos y accesos, la vida humana, el dolor, la violencia estructural quedan perfectamente disueltos, estetizados, apropiados por las métricas y el flujo mercantil. La cultura, cuando se amolda a esta lógica, pierde filo y toda denuncia corre el riesgo de vaciarse en simulacro. El boicot —con su retirada y su gesto estridente de ausencia— interrumpe ese flujo, restituye la negatividad, la opacidad, el poder de la incomodidad frente a la circulación acrítica.

Slavoj Žižek diría que el verdadero acto ético no es la enunciación sino el corte, la interrupción. No es simplemente cuestión de elegir “qué me gusta o no”; es atreverse, a través de la incomodidad propia y ajena, a romper el circuito de goce y autojustificación que perpetúa la violencia sistémica. Un boicot musical verdadero produce esa fisura: niega el microplacer, reposa en el gesto negativo y convierte la ausencia —el silencio— en pregunta política. El arte, entonces, deja su función de anestesia y vuelve a inquietar conciencias.

Walter Benjamin trae la advertencia final: toda denuncia, toda memoria, puede ser capturada, estetizada y vuelta mercancía, incluso la crítica más radical. Si la política se estetiza, pierde toda capacidad de emancipar y se convierte en espectáculo. La pedagogía de “No Music For Genocide” es, por tanto, también una lucha contra su propia cooptación: busca mantener la fuerza del gesto, obligar a arrastrar el peso de la incomodidad y señalar que el arte no es solo “decoración” ni su silencio mero producto.

La consistencia —material, discursiva, estratégica— se vuelve aquí el núcleo del valor filosófico y político de la campaña. Retirar o bloquear la música donde corresponde; argumentar, sin vaciarse en hashtag, la relación entre economía del streaming, cadenas de inversión y sufrimiento humano; articularse con redes locales de memoria y resistencia. Así, la verdad deja de ser una fórmula y se reencarna como práctica de intervención colectiva. Cada reiteración sobre la complicidad y la legitimidad, lejos de ser una traba o círculo, es una nueva cuenta en la trama, una tensión y un recordatorio de que la batalla por la memoria y la verdad requiere insistencia, lentitud, incomodidad y comunidad.

El boicot musical, entendido así, no es solo rechazo: es intervención genealógica, praxis colectiva y disputa viva por la función de la cultura. No se trata de ganar una guerra, ni de erigir la cultura en juez último de la política, sino de impedir —en la medida de lo posible— que el olvido gane la paz. Cuando cientos de músicos retiran o bloquean sus obras, cuando el público se queda sin playlists y pregunta “¿por qué?”, cuando las plataformas deben responder por sus flujos y ejecutivos, ocurre algo más que un gesto simbólico: la verdad, validada de frente, vuelve a encender luz donde había penumbra. Y esa luz no es una simple metáfora; es memoria, es pregunta y es el umbral de otra conversación. La tarea de la cultura, en tiempos de devastación, es recordarnos que la humanidad no es un algoritmo de repetición infinita, sino la capacidad, siempre frágil y urgente, de elegir la verdad —aunque duela— sobre la comodidad de la sombra.

Claudia Aranda

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