Don Agustin, tejedor de confianza

25 de noviembre 2025, El Espectador

La trompeta con el toque de Diana todavía resuena en el corazón de la familia y del colegio. Desde hace 50 años mi abuelo –vestido con un traje oscuro y una sonrisa que no perdió ni con la muerte– descansa en paz en el jardín de la Capilla de los Santos Apóstoles, ahí, en el colegio que revolucionó el fondo y la forma de pensar y ejercer la pedagogía en Colombia.

Se han escrito sobre Don Agustín Nieto Caballero cartas, libros, crónicas y tesis de grado que hablan de su influencia en la educación, su amistad con Decroly, Piaget y Montessori y cómo su vida de niño y joven huérfano en Estados Unidos y en Europa lo llevó a ser y hacer lo que fue y lo que hizo. Hablan de su pasión por la naturaleza y por las enseñanzas de Tagore, la solidaridad imprescindible y la capacidad de generar y recibir confianza.

A los 25 años, pocos meses antes de estallar la primera guerra mundial, fundó en unos potreros de Bogotá el Gimnasio Moderno; más que un colegio un estilo de aprender a vivir para y por la cultura y la ética y la estética, la formación y el conocimiento, la felicidad generosa, la democracia desde lo cotidiano, desde el pupitre o el árbol, entre libros, niños, maestros y palomas.

En un país matriculado hasta los tuétanos con los curas, un colegio laico era todo un desafío. Y eso fue mi abuelo: un respetuoso y valiente rompedor de paradigmas decidido a terminar con el miedo en las aulas; de sobra sabía que el cariño y el conocimiento son mejores maestros que la represión y el autoritarismo.

Don Agustín quiso que los niños se formaran en independencia, no en obediencia. ¡Adoro eso! Que fuera la confianza y no el prejuicio el hilo conductor de las emociones, de la conducta y las decisiones. Llevó a sus alumnos a caminar por Colombia, porque recorrer y conocer son las primeras letras de amar y defender.

Los mejores libros de cuentos y de historias fantásticas estaban en las bibliotecas de mi abuelo; las novelas, los clásicos, los nuevos, los filósofos de siempre y los de la época trajeron el pensamiento y la imaginación del mundo al ADN del colegio.

Agnóstico –no ateo– mi abuelo fue profundamente espiritual y siempre respetuoso de la libertad de culto. Construyó una capilla preciosa, un lugar de luz física y anímica y quienes la conocen han visto y sentido el arco iris que se cuela por los vitrales (traídos de París y diseñados por la misma familia de los artistas de la Catedral de Chartres).

Lo comenté hace un tiempo en otra columna, y hoy vuelvo a hacerlo porque se lo debo a mi mamá y a su papá, a quien ella amó con devoción. Debe quedar claro y libre de todo manto de duda: mi abuelo no mató al gallo. Contexto: un día su amigo emplumado dejó para siempre de cantar, y como Agustín era el niño epicentro de los sermones domésticos, supusieron que él lo había ahogado; en todos los tonos aseguró su inocencia, pero los estigmas son funestas dosis de infamia y no le creyeron.

20 años después del suceso del gallo que él no mató, fundó un colegio basado en la disciplina de confianza, un espacio para creerle a los niños, respirar libertad y no pisotear la verdad; un lugar solidario, de puertas abiertas y de ideas sin ataduras.

A los 50 años de su muerte y luego de haber dejado su impronta en cinco generaciones, Don Agustín vive. Ha trascendido en el cariño, el espíritu y la capacidad de entrelazar conocimientos, culturas y emociones; una consigna que incluye tratar de no dañar a nadie y cuidar la capacidad de asombro, que es –al fin y al cabo– la capacidad de estar vivos y de mantener encendidas las estrellas… esas casitas de luz donde viven tantos abuelos del mundo.

Gloria Arias Nieto

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