El fin del simulacro: la Flotilla Sumud frente al descaro del poder absoluto de Israel

La escena inicial lo dice todo: el ministro israelí de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, se pasea en el puerto de Ashdod frente a los activistas internacionales recién secuestrados en aguas internacionales. Los hace sentar en el suelo, los llama “terroristas” frente a las cámaras y convierte ese acto de humillación en espectáculo global. No se esconde: difunde él mismo el material. El mensaje es claro: Israel goza de impunidad total y puede actuar como un Estado terrorista a plena luz del día.

De allí, más de cuatrocientos médicos, periodistas, parlamentarios y defensores de derechos humanos fueron trasladados a la prisión de Ketziot, en el desierto del Néguev, un lugar con larga historia de denuncias por tortura psicológica, hacinamiento y negligencia médica. Los testimonios coinciden: quince horas de interrogatorios sin comida ni agua, negación de acceso a abogados, presiones para firmar documentos de deportación que equivalen a autoacusaciones. Otros, más resistentes, rechazaron firmar y quedaron recluidos sin siquiera una lista oficial publicada. Lo único que ha trascendido es que varios han iniciado una huelga de hambre, sin acceso a medicamentos ni verificación independiente.

Un sistema agotado

El problema central ya no es la brutalidad de Israel —sobradamente documentada en décadas de apartheid y genocidio—, sino la constatación de que todas las herramientas diplomáticas han fracasado. La ONU se ha convertido en teatro vacío: resoluciones que nadie lee en Tel Aviv, discursos que se archivan sin consecuencias. La Corte Penal Internacional fue invocada mil veces, pero no ha detenido ni un solo bombardeo, ni un solo traslado forzoso. El derecho internacional humanitario es papel quemado frente a drones, fosfato blanco y cárceles en el Néguev.

La ilusión de las cinco salidas

Quienes aún se aferran al espejismo del viejo orden internacional suelen nombrar cinco salidas posibles para frenar a Israel: la ONU, la CPI, sanciones económicas, presión diplomática y, en último extremo, la guerra. Sin embargo, la praxis desnuda su inviabilidad:
1. La ONU
Es una institución paralizada por el veto. El Consejo de Seguridad ha sido neutralizado por Estados Unidos, aliado incondicional de Israel, que veta cualquier resolución mínimamente coercitiva. La Asamblea General produce resoluciones simbólicas sin capacidad ejecutiva. Lejos de limitar a Israel, la ONU se ha convertido en escenario de su burla: Netanyahu se permite desafiarla en público, consciente de que nada ocurrirá.
2. La Corte Penal Internacional
Carece de eficacia frente a Israel. No solo porque Israel no reconoce su jurisdicción, sino porque cada intento de investigar crímenes de guerra termina sofocado por presiones políticas y amenazas. La Fiscalía puede acumular expedientes, pero sin capacidad coercitiva. La CPI, en este contexto, es un simulacro de justicia: la imagen de un tribunal impotente que no logra alterar la conducta del perpetrador.
3. Sanciones económicas o financieras
Son inviables en el sistema actual. Israel está blindado por la arquitectura financiera global dominada por Occidente, en particular por Estados Unidos. Los intentos de boicot, incluso desde movimientos sociales, son rápidamente criminalizados o neutralizados. La dependencia estructural de los países al sistema bancario occidental impide sanciones reales. Israel, además, participa activamente de la industria armamentista y tecnológica global: sancionarlo implicaría dinamitar negocios de miles de millones. Ningún Estado está dispuesto a asumir ese costo.
4. Presión diplomática bilateral.
Es una ficción. Europa, que durante décadas hizo del “respeto a los derechos humanos” su bandera, se muestra incapaz de reaccionar siquiera cuando sus propios ciudadanos son secuestrados en aguas internacionales. Prefiere la sumisión al aliado estadounidense y a la red de intereses cruzados con Israel. Los países árabes, que en otro tiempo agitaban la solidaridad con Palestina, optan por callar para mantener relaciones económicas y de seguridad. La diplomacia bilateral, en este marco, no es alternativa: es un muro de silencio.
5. La guerra como último recurso.
Es impensable. Ninguna potencia está dispuesta a abrir una conflagración global por Palestina. Ni China, con su poder emergente, se arriesgará a desafiar militarmente a Estados Unidos e Israel. Su estrategia, como muestra la tradición de su diplomacia, es esperar, calcular y priorizar lo que considera esencial para su desarrollo. Palestina, para la realpolitik china, no es un motivo de guerra mundial. La única salida violenta sería, entonces, la imposición de Israel y su aliado, y esa ya está en curso.
Así, los cinco caminos que suelen invocarse como posibles salidas son en realidad espejismos. Nombrarlos es casi un acto de ingenuidad. La realidad ha dejado de disfrazarse: no hay salidas en el marco actual.

Filosofía del simulacro

La constatación de la inviabilidad de estas cinco salidas desnuda la esencia del orden mundial actual: vivimos en un simulacro. Durante décadas se nos hizo creer que existía una comunidad internacional con reglas, instituciones y tribunales capaces de limitar a los poderosos. La Flotilla Sumud demuestra que todo era ficción. Lo que impera es la ley del más fuerte, proclamada abiertamente por Netanyahu y Trump, convertida en doctrina oficial del sionismo supremacista: un derecho “según Dios” a expandirse, exterminar y reconfigurar fronteras a su antojo.
Carl Schmitt lo anticipó: el soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Y cuando la excepción se vuelve la norma, la legalidad muere. Giorgio Agamben lo profundizó: vivimos en un estado de excepción permanente, donde los sujetos reducidos a “vida desnuda” pueden ser eliminados sin consecuencias. Hoy, Israel encarna ese paradigma absoluto. Hannah Arendt nos advirtió que el mal radical aparece cuando la legalidad se convierte en administración burocrática del exterminio. Esa advertencia hoy cobra forma tangible.
Una reflexión con los clásicos y los contemporáneos
Si se mira con ojos académicos, la experiencia de la Flotilla Sumud confirma lo que diversos pensadores han advertido:
Hobbes habló del Leviatán y del monopolio absoluto de la violencia. Israel, blindado por Estados Unidos, actúa como Leviatán desatado en un sistema internacional donde ya no existe un árbitro superior.
Carl Schmitt nos recuerda que la política es la distinción entre amigo y enemigo. Israel, al nombrar “terroristas” a médicos, periodistas y parlamentarios, impone la categoría del enemigo absoluto al que se le niega humanidad.
Hannah Arendt mostró cómo el mal puede banalizarse en burocracias que exterminan sin reflexión. El traslado administrativo de cientos de activistas a Ketziot es ejemplo de esa banalidad del mal.
Giorgio Agamben expuso el concepto de “vida desnuda”: seres humanos reducidos a cuerpos sin derechos. Los detenidos de la flotilla son el paradigma de esa figura jurídica y política.
Zygmunt Bauman describió la modernidad como una maquinaria capaz de administrar exterminios con eficiencia fría. La prisión en el Néguev y la transmisión en directo de la humillación muestran esa maquinaria en acto.
Todo esto demuestra que el orden internacional ya no es funcional ni normativo: es decorativo. El simulacro de derecho se ha desvanecido. Lo que existe es fuerza desnuda, respaldada por intereses económicos, financieros y militares que nadie se atreve a contradecir.

Conclusión: la gran Israel y la humanidad en el abismo

Trump y Netanyahu han impuesto el nuevo paradigma: la democracia global y el derecho internacional ya no existen, han sido sustituidos por la ley del más fuerte. La “gran Israel” se proyecta como arquetipo de lo que vendrá: un Estado terrorista avalado por la principal potencia militar del planeta. Los BRICS que intentaron ensayar otra vía fueron castigados con sanciones brutales. Canadá, incluso como aliado servil, fue humillado y sometido. Europa, convertida en actor irrelevante, ve cómo hasta su bandera de los derechos humanos es pisoteada sin reacción. Palestina, mientras tanto, es borrada del mapa a la vista del mundo entero.
La humanidad se encuentra en un punto de inflexión: o se asume la barbarie como destino, o se inventa otro paradigma de resistencia. Pero ese nuevo paradigma no vendrá de las herramientas diplomáticas muertas, sino de la persistencia de quienes no callan, de la construcción paciente de memoria y de la inteligencia colectiva capaz de contrarrestar al matón del curso con la tenacidad del que no se rinde.
Y mientras tanto, nuestros compañeros y compañeras de la Flotilla Global Sumud siguen secuestrados en Ketziot. Su vida pende de un hilo, y lo saben. Israel puede soltarlos o dejarlos morir, y nadie podrá impedírselo. Esa es la realidad desnuda del poder.

Epílogo: resistencia y desgaste

Se habla de construir un nuevo paradigma de resistencia. Algunos imaginan redes transnacionales capaces de desafiar a los Estados, otros depositan esperanza en la presión económica desde los movimientos sociales, en la desobediencia digital o en la construcción de espacios de soberanía desde abajo. No son fantasías: hay ejemplos en América Latina, en África y en el propio mundo árabe de que la persistencia comunitaria erosiona estructuras de poder. Pero hay una verdad que ningún análisis puede maquillar: todo cambio de fuerzas paga con desgaste. Y en ese desgaste, algunos mueren.
La pregunta no es si habrá víctimas, sino cuántas más podrán resistir antes de que un pueblo quede demasiado fragmentado para sostener su continuidad histórica. Ese es el núcleo del genocidio: no solo matar en cifras masivas, sino deshacer las condiciones de posibilidad de una Nación. A esta fecha, un tercio de la población gazatí ha sido asesinado. Más de la mitad eran niños. El exilio, que en otras épocas permitió a Palestina preservar su identidad en la diáspora, hoy ya no garantiza cohesión: el trauma repetido ha diluido el tejido social hasta quebrar su coherencia como Nación. El borrado no es solo físico; es cultural, simbólico, político.
En este marco, las alternativas que suelen presentarse —tribunales internacionales, sanciones, diplomacia— han demostrado ser espejismos. No hay ONU que pueda detener la maquinaria de guerra; no hay CPI que imponga justicia a un Estado blindado por la principal potencia armamentística del mundo; no hay sanción posible contra quien controla, junto a su aliado, los circuitos financieros y tecnológicos globales.
La realidad ya no se molesta en disfrazarse.
Frente a esto, ¿qué queda? Tal vez la única vía sea lo que Gramsci llamaba la “guerra de posiciones”: resistencias dispersas, acumulativas, invisibles al principio pero capaces de socavar hegemonías a largo plazo. Tal vez los pueblos del Sur global, que conocen de genocidios y colonizaciones, encuentren lenguajes nuevos de articulación. Tal vez la inteligencia colectiva, la memoria persistente de quienes no callan, logre lo que la diplomacia y el derecho no pudieron: mantener vivo un relato que impida el triunfo total del verdugo.
Pero incluso esa perspectiva es cruel en su honestidad: Palestina ya no tiene tiempo. Lo que hoy ocurre no es un proceso lento, sino una liquidación en curso. La Flotilla Sumud, con sus cuerpos secuestrados en Ketziot, encarna esa tensión: la resistencia digna que desafía al genocidio, pero también la impotencia frente a un poder que puede dejarlos morir y nadie podrá impedirlo.
El mundo se encuentra en un umbral: aceptar la barbarie como destino o intentar fundar otro paradigma de civilidad que todavía no existe. Y cualquiera de esas rutas, incluso la más esperanzadora, se construirá sobre ruinas, traumas y vidas quebradas. Porque todo cambio de fuerzas paga con desgaste. Porque algunos morirán en el proceso. Y porque, para Palestina, ese proceso ya ha costado demasiado: un pueblo arrasado, una infancia exterminada, una Nación que la historia tal vez solo conserve en las páginas de una enciclopedia.

Claudia Aranda

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