Por Jaime Hales*
La falta de interés popular en las actuales elecciones presidenciales y parlamentarias son la mejor manifestación del agotamiento de la opción que se impuso en la “disputa” interna: la de los ocupantes de La Moneda en 1990, seguida al pie de la letra durante muchos años, en el sentido de no hacer modificaciones significativas al modelo instalado desde la dictadura.
¿Transición?
El destacado intelectual chileno Carlos Huneeus escribió un libro titulado “La Democracia semi Soberana”, título que resume la realidad de la llamada transición chilena. Este proceso político, que pareció empezar con bríos en 1990, ha quedado inconcluso.
Por eso hay analistas –Juan Pablo Cárdenas entre ellos– que prefiere hablar de “post dictadura” en lugar de “período democrático”. Y estoy de acuerdo, aunque prefiero la fórmula de Huneeus, ya que efectivamente las cosas han cambiado desde los tiempos de la dictadura en el sentido de que las autoridades son elegidas por votación, las leyes se aprueban en el Congreso, las autoridades tienden a ajustarse a las normas constitucionales (cuando las conocen o hay algún abogado que se los sople al oído), las brutalidad policial ha amainado, no hay violaciones sistemáticas de los derechos humanos y han existido avances en materias sociales.
Ya en 1986, en un artículo que me publicó revista ANÁLISIS, yo anticipaba que el pacto –en ese momento en construcción– que llevaba a los políticos chilenos a aceptar el camino diseñado por la dictadura en su Constitución, iba a conducir a mediano plazo a una revuelta social que alteraría profundamente las relaciones políticas.
Lo definía como un estado de ánimo parecido a la rendición, concediendo al plebiscito de 1988 y a las eventuales elecciones de 1989 el poder de cambiarlo todo. No se daban cuenta (¿o se daban cuenta?) que eso, respaldado por el gobierno de Estados Unidos, apuntaba a consolidar un modelo económico, social y político que se perpetuara en el tiempo, como efectivamente ha sido.
Dos miradas para Chile
No fuimos pocos quienes alzamos la voz, especialmente al interior de la Democracia Cristiana y algunos otros partidos más tímidamente, pidiendo actitudes más drásticas que apuntaran al cambio de régimen político y a la sustitución, paulatina por cierto, del modelo económico.
Se nos acusó de “autoflagelantes” y hubo voces que respondieron sosteniendo que los otros serían “autocomplacientes”. Ni lo uno ni lo otro, sino simplemente dos miradas. Algunos se bastaban con que hubiese elecciones libres y otros queríamos una democracia sólida, sustentada en la participación, con un cambio que nos alejara del modelo impuesto por la derecha desde la dictadura.
Las actuales elecciones presidenciales son la más clara y evidente manifestación del agotamiento de la opción que se impuso en la “disputa” interna: la de los ocupantes de La Moneda en 1990, seguida al pie de la letra durante muchos años, en el sentido de no hacer modificaciones significativas al modelo instalado desde la dictadura.
El proceso de transición hacia un nuevo sistema político, social y económico quedó inconcluso. La transición se detuvo e incluso hemos tenido retrocesos (como el voto voluntario, por ejemplo y la permanencia de resabios de binominalismo) que han llevado al desencanto mayoritario con la tarea política.
Desapego democrático
No se trata de añorar las grandes gestas presidenciales que hubo hasta 1970, pero el bajo entusiasmo que despiertan las actuales elecciones de congresistas y presidente de la República evidencia el desapego hacia la política y la democracia.
Al parecer, según revelan ciertas encuestas, hay ya demasiada gente que considera que no necesariamente la democracia es el mejor sistema político, sobre todo entendiendo lo actual como tal.
Se ha perdido la confianza en que quienes se han autodenominado como una “clase política” sean capaces de representar verdaderamente un cambio en la forma de vivir de los habitantes del Chile de hoy.
Programas pobres, consignas superficiales, ideas repetidas como letanías de religiones sin adeptos, son la tónica de una contienda presidencial que se mueve entre dos extremos, posiciones polares que buscan el poder por el poder más que un camino de realización democrática. Y reina el desencanto en los que han sostenido posiciones proclives a la profundización democrática y a un cambio más radical, profundo, sustancial y rápido, que pueda mejorar la situación de las mayorías y la calidad de las decisiones que se toma en aras del bien común.
Preguntas inevitables
Hay candidatos a parlamentarios cuyos méritos son solamente haber escalado en posiciones de camarillas internas en los partidos, algunos cuyos actuales escaños los ocupan por designación y no por elección popular. Los diputados y senadores han pasado a ser sólo la expresión de poder de grupos internos de partidos que han olvidado sus proyectos y se acomodan a pactos sin sabor a nada.
¿Cómo entiende la ciudadanía que, por ejemplo, la candidata oficialista lleve el apoyo de quienes han sido oposición al actual gobierno y que otros que han sido parte de su sustento (integrando incluso el gabinete) hoy vayan en listas separadas?
¿Cómo percibe la ciudadanía que haya candidatos que han cambiado de partido solamente porque aquel en el que militaron por años no los quiso llevar a senadores y los proponían para prolongar su ya extendida diputación?
¿Cómo se puede entender que en una lista que apoya a la candidata Jara esté postulando a senador un acérrimo anticomunista, que salió de la Democracia Cristiana para instalarse en la derecha y al no ser aceptado en ese pacto, integra el del grupo que ha criticado duramente por tantos años?
Y así como esas preguntas, muchas otras surgen, algunas porque se olvidan de las disposiciones legales o los acuerdos, otras porque se toman decisiones sobre el carácter obligatorio del voto no pensando en lo mejor para el país sino en intereses electorales particulares.
¿Cómo votar?
Hay muchas cosas que cambiar, pero los dos modelos constitucionales que fueron propuestos a la ciudadanía experimentaron el mayoritario rechazo porque en lugar de contener disposiciones que de verdad fueran en beneficio de las mayorías, se convirtieron en expresiones de intereses de minorías sectoriales.
Esta elección no entusiasma más que a los candidatos y el pueblo chileno votará entre incumbentes que no le ofrecen sino disputas radicales y amenazas, sabiendo que las promesas no serán cumplidas y poniendo en riesgo la posibilidad de completar la transición postergada e inconclusa e incluso la continuidad del sistema democrático vigente.
Algunos piensan votar en blanco o nulo. El problema que ello reviste es que finalmente esos votos no se consideran para producir una presión sobre políticos que se solazan en la mirada al espejo, viendo una imagen deseada que no es la real.
Hemos llegado a un extremo.
El cambio en movimiento
Confío en que luego de esta elección comenzará un despertar de aquellos que verdaderamente creen en una democracia en la que el pueblo sea soberano, que existan partidos con ideas y propuestas.
¿Serán nuevos partidos?
¿Serán nuevos liderazgos?
¿Recuperarán los partidos que han demostrado tener ideas su capacidad de creer en ellas y compartirlas con la ciudadanía?
¿Tendremos propuestas de reformas serias que vayan en la línea de avanzar hacia una sociedad justa, democrática, participativa, libre, solidaria?
Todo esto pensando en que los esfuerzos de tantos en el siglo XX, cuando luchamos contra la dictadura, cuando propusimos caminos para Chile, hayan valido la pena en el devenir histórico y no tengamos que lamentar la repetición de ciclos negativos para el pueblo chileno.
*Escritor y abogado