Existe una parábola histórica, a veces atribuida a los relatos de la esclavitud en las plantaciones, que revela un núcleo oscuro de la psicología social. Un hombre esclavizado ve a otro hombre esclavizado de una estancia vecina, feliz, cabalgando un caballo que su amo le regaló. El primero no siente alegría por la fortuna del otro. Envía un recado a su propio amo, hecho un torbellino de rabia. El amo, confundido, le ofrece comprarle un caballo a él también. La respuesta lo deja helado: «Y para qué quiero yo un caballo, ya estoy viejo para montar. Lo que quiero es que él nooo tenga uno». Esta historia no es sobre la codicia por un bien material. Es sobre el pánico a la pérdida de la distinción relativa, a la erosión de una jerarquía que, por opresiva que sea, otorga un lugar. Es el resentimiento horizontal en su estado más puro: el deseo no es ascender, sino que el otro no ascienda a mi nivel, porque ese nivel dejaría de ser especial.
Siglos después, en los estadios de concreto de la gira latinoamericana de Bad Bunny, una polémica aparentemente banal hizo eco del mismo mecanismo. Para su show, el artista instaló «La Casita», una réplica de una vivienda humilde puertorriqueña, como un escenario secundario en el extremo opuesto al principal. Los fanáticos que habían pagado sumas exorbitantes por boletos VIP, con la promesa tácita de la experiencia óptima y exclusiva, se encontraron durante largos segmentos del concierto viendo la espalda del artista, quien cantaba para el otro extremo de la pista. Quienes tenían entradas baratas en esas gradas lejanas gozaban, de pronto, de una proximidad privilegiada. La reacción de un sector de los VIP no fue una simple queja logística. Fue una ira profunda que escaló a amenazas de demandas colectivas por publicidad engañosa. No exigían un reembolso justo. Exigían, en esencia, que quitaran «La Casita». Su goce no residía sólo en ver al ídolo, sino en verlo mejor, más cerca, de una manera que los diferenciara del resto. Cuando la logística democratizó ese acceso, su privilegio comprado se desvalorizó. Como el hombre esclavizado de la parábola, su reclamo era: que el otro no tenga el caballo.
Estos dos espejos, separados por el tiempo y el contexto, reflejan la anatomía de lo que podemos denominar la «ira del privilegiado emergente». Este concepto, que trasciende la reacción tradicional de las élites consolidadas, describe la frustración agresiva de quienes han alcanzado un estatus precario, siempre amenazado, y perciben que la movilidad o el acceso de grupos subalternos pone en riesgo su frágil distinción. No es la rabia del que tiene mucho por defenderlo, sino la del que tiene poco y teme que ese poco, que lo separa de los que tienen menos, deje de significar algo. Esta ira no se proyecta hacia arriba, contra las estructuras que consolidan la desigualdad, sino hacia los costados, contra los pares o los grupos ligeramente más vulnerables que son percibidos como competencia desleal por un reconocimiento y unos recursos siempre escasos.
En el Chile neoliberal, este mecanismo psicosocial no es un accidente cultural. Es el combustible predilecto y cultivado por la clase política de ultraderecha neoliberal, que ha encontrado en la gestión de la envidia y el resentimiento horizontal una fórmula maestra para el poder. Su estrategia discursiva es una ingeniería de la percepción. Ante la ansiedad material real de un profesional asalariado sobreendeudado, de un técnico cuyo sueldo se estanca, o de una familia que logró una casa con un crédito eterno, no se ofrece un diagnóstico estructural. No se habla de la concentración del capital, de la evasión fiscal elitista o de la precarización laboral como diseño. En cambio, se ofrece un chivo expiatorio y una narrativa restauradora.
El discurso señala al inmigrante que «satura los consultorios» y «quita los trabajos». Apunta a los jóvenes de poblaciones que, con sus protestas, «generan desorden». Estigmatiza a las «niñitas con pelos de colores» que, con su mera existencia, desafían un orden de género que para muchos era un mapa estable del mundo. El mensaje es claro: tu malestar no viene de arriba, viene de los costados. Ellos son los que amenazan «lo tuyo». Ellos son los que, al recibir un derecho, una atención o una simple cuota de dignidad, están devaluando el mérito de tu esfuerzo. Son el esclavo con caballo que osa sentirse un poco menos esclavo, poniendo en riesgo tu lugar en la pirámide.
Así, la política se convierte en una promesa de restauración jerárquica. Figuras como José Antonio Kast no venden un proyecto de movilidad social ascendente para todos. Venden la nostalgia de un orden claro, donde los lugares estaban definidos y la distinción era respetada. Su oferta es devolverte simbólicamente tu caballo, no dándole uno a todos, sino quitándoselo al otro. O, en el lenguaje moderno, asegurar que tu acceso a la salud, a la educación y a la seguridad no se «degrade» al ser compartido con aquellos considerados «no merecedores». El votante asalariado, él mismo un empleado en la corporación, termina identificándose no con sus pares de clase, sino con los valores del amo –el mérito individual, el esfuerzo solitario, el orden vertical– y dirigiendo su ira contra quienes percibe como invasores de su frágil castillo.
Este proceso no sería tan eficaz sin un ecosistema mediático que lo amplifica y lo naturaliza. Los grandes conglomerados de comunicación chilenos, cuyas raíces económicas y afinidades ideológicas están entrelazadas con el modelo, operan como la caja de resonancia perfecta. Convierten el malestar estructural en noticias sobre crisis de seguridad protagonizadas por rostros extranjeros, o en debates sobre la «ideología de género» que socava la familia. Enmarcan la protesta social como delincuencia y el emprendimiento precario como ejemplo de meritocracia. Esta producción constante de sentido común crea una realidad paralela para el ciudadano común, donde la explicación horizontal del conflicto –el otro como amenaza– es la única visible y plausible, mientras la crítica vertical –la desigualdad como diseño– queda marginada, tachada de ideología o resentimiento de clase.
El resultado es un círculo virtuoso para el poder y un círculo vicioso para la democracia. La ira del privilegiado emergente, esa mezcla de miedo y envidia, es cosechada y convertida en votos. Esos votos sostienen un proyecto político que, en lo económico, profundiza las mismas condiciones de precariedad e inseguridad que generaron el malestar original. La energía social que podría cuestionar la distribución vertical del poder y la riqueza se agota en conflictos horizontales: pueblo contra pueblo, fan VIP contra fan de galería, nacional contra extranjero. Es una máquina de perpetuar la desigualdad alimentada por el miedo a perder el lugar en la fila.
La parábola del esclavo y el caballo, y el pleito del fanático en el concierto, dejan al descubierto la verdad más incómoda. En un sistema de profundas desigualdades, el privilegio más valorado a menudo no es el bien material en sí, sino la distancia que ese bien pone entre uno y los de abajo. El mayor temor no es la pobreza absoluta, sino la igualdad relativa. La ultraderecha neoliberal ha aprendido a gobernar administrando este temor. No necesita convencer a los de abajo de que llegarán a la cima; sólo necesita persuadirlos de que, si luchan entre sí por los peldaños inferiores, la cima permanecerá intacta y ellos conservarán la ilusión de estar un escalón más arriba que alguien más. Mientras esa lógica prevalezca, la ira seguirá quemando horizontalmente, dejando intocables los cimientos mismos de la pirámide.
