Los pobres somos todos: cuando el espíritu mendiga más que el bolsillo

Los pobres somos todos: cuando el espíritu mendiga más que el bolsillo

Recuerden que esta columna se llama Vida, Cine y Otras Cosas. Bueno, la columna de hoy es de otras cosas. La exhortación apostólica Dilexi Te del Papa León XIV me ha provocado una inquietud necesaria. El texto despliega con ternura teológica el amor preferencial de Cristo por los marginados, pero entre sus líneas emerge una pregunta: ¿hemos reducido la pobreza a una categoría económica, convirtiéndola en coartada para ignorar las infinitas formas en que la existencia nos vacía? Esta miopía selectiva ha generado una arquitectura del servicio religioso. Personas que exhiben con orgullo su servicio en las periferias materiales mientras levantan muros frente a las periferias del alma. El documento papal recuerda que Cristo habita en los débiles y sufrientes. La pregunta que evitamos sigue siendo la misma: ¿quién entre nosotros no está roto de algún lado?

La geografía invisible de las carencias

He presenciado esa coreografía de la caridad selectiva, predicadores que documentan su labor en barrios marginales, pero no pueden sostener la mirada vacía del ejecutivo que contempla el suicidio desde el piso 40. Los voluntarios que reparten sopa los domingos y el lunes ignoran al compañero cuya vida se desmorona tras el escritorio contiguo. Personas religiosas que construyen refugios para los sin techo mientras sus propios hijos habitan casas donde el afecto es la única ausencia que nadie nombra. La pobreza real —esa que habitamos todos— es un territorio más vasto y democrático. El millonario sin poder dormir es un mendigo de paz. La influencer con miles de seguidores que llora frente al espejo es una indigente de autenticidad. El intelectual brillante, incapaz de sostener una conversación íntima, es un desposeído del encuentro. Y sí, también está el hambriento de pan, pero su carencia no es ontológicamente superior a la del adolescente de clase alta que mide en miligramos de benzodiacepinas la distancia entre su vida y la muerte.

El refugio de la caridad vertical

Dilexi Te susurra que “Te he amado” es la declaración divina hacia los pequeños. Pero hemos construido una teología que delimita quiénes merecen ese amor, como si la pequeñez fuera monopolio de ciertos códigos postales. Esta taxonomía de la miseria no busca minimizar el hambre física —esa urgencia visceral exige respuesta inmediata—. Lo que intenta es desmantelar el refugio psicológico que hemos construido, usar la caridad material como blindaje contra el reconocimiento de nuestras propias indigencias. El problema estructural con los servidores —religiosos o seculares— especializados en pobreza económica es que transforman la compasión en transacción asimétrica; yo poseo, tú careces, yo otorgo. Pero cuando reconocemos la universalidad de la mendicidad humana, la geometría cambia. Ya no es verticalidad caritativa, sino horizontalidad quebrada. No es el santo descendiendo al pecador, sino dos fracturas humanas, reconociéndose en su mutua imperfección.

La pobreza espiritual —esa sequía interior que ningún depósito bancario puede saciar— es la más letal, precisamente por su invisibilidad. No aparece en los índices de desarrollo humano, no moviliza ONGs, no genera titulares. Pero mata con la misma certeza, solo que en cámara lenta y sin testigos. Los suicidios en barrios acomodados, las adicciones en universidades de élite, la epidemia de ansiedad en las corporaciones, todos son síntomas del mismo diagnóstico. Existen hambres que no dejan marcas en el cuerpo, pero devastan el territorio del ser.

El documento papal nos invita a reconocer a Cristo en los pobres. La propuesta radical sería expandir esa cartografía. ¿Y si Cristo también habita en el CEO que no recuerda el nombre de sus hijos? ¿En la modelo que mide su valor en gramos no consumidos? ¿En el sacerdote que predica misericordia, pero no puede perdonar su propia humanidad? Necesitamos una nueva generación de servidores que comprendan que el amor no requiere verificación de ingresos, que la compasión no se activa solo ante harapos visibles, que frecuentemente el más pobre en cualquier espacio es quien mejor disfraza su vacío. Necesitamos, sobre todo, comunidades capaces de mirarse sin máscaras y reconocer que todos portamos alguna forma de indigencia.

La comunión de los rotos

La espiritualidad auténtica —esa que late bajo las estructuras institucionales— nos revela que no existe la dicotomía salvador/salvado. Solo existe el encuentro entre mendicidades que se reconocen. Todos pedimos limosna de algo: pan, sentido, perdón, contacto, esperanza. Y es precisamente en ese reconocimiento mutuo donde emerge la única riqueza que trasciende.  La capacidad de acompañarnos sin jerarquías en nuestra común fragilidad. Esta comprensión no es resignación nihilista sino liberación ontológica. Cuando aceptamos que la pobreza es nuestra condición compartida, no universal abstracta sino concreta y diferenciada, podemos finalmente encontrarnos. No desde la superioridad del que da, sino desde la vulnerabilidad del que también necesita.La próxima vez que alguien narre sobre su trabajo con “los pobres”, formúlale la pregunta esencial: ¿Cuáles son tus propias pobrezas? Si no puede articularlas, tal vez no ha comprendido lo que Dilexi Te sugiere entre líneas y lo que la vida grita a pleno pulmón. El primer pobre al que debemos servir nos devuelve la mirada cada mañana desde el espejo, esperando ser reconocido, esperando ser amado en su limitación, esperando —como todos— escuchar que a pesar de todo, o precisamente por todo, ha sido amado.

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