Durante décadas, la física ha explicado el paso del mundo cuántico al mundo clásico como una pérdida: la coherencia se disipa, la superposición colapsa y la realidad “se decide”. La noción de neocoherencia propone otra lectura: no la desaparición del orden cuántico, sino su transformación persistente en un equilibrio dinámico que sostiene el mundo que habitamos.
Durante buena parte del siglo XX, la física vivió con una incomodidad fundamental. Por un lado, la mecánica cuántica describía un universo profundamente indeterminado, donde las partículas podían ocupar múltiples estados a la vez y donde el futuro no estaba escrito. Por otro, el mundo cotidiano —mesas, cuerpos, planetas— se comportaba con una estabilidad casi obstinada. El gran problema no era solo explicar uno u otro, sino comprender cómo ambos podían pertenecer al mismo universo.
La respuesta dominante fue la decoherencia. Según este enfoque, los sistemas cuánticos pierden rápidamente su coherencia al interactuar con el entorno. El ruido térmico, la complejidad y la multiplicidad de interacciones destruyen las delicadas superposiciones, forzando al sistema a comportarse de manera clásica. El mundo estable emerge, pero lo hace al precio de una renuncia: lo cuántico queda relegado al fondo, como una fase infantil superada.
La propuesta de la neocoherencia no niega ese proceso, pero lo reformula de raíz.
La pregunta no es solo cómo se pierde la coherencia, sino qué tipo de orden persiste después. Porque algo persiste. Si todo colapsara realmente, el mundo no sería estable: sería caótico, errático, impredecible en cada instante. Y no lo es.
Neocoherencia nombra precisamente esa persistencia: un régimen intermedio, dinámico, en el que la coherencia no desaparece, sino que se reorganiza. No es la coherencia pura de un sistema aislado, pero tampoco es el caos térmico absoluto. Es un orden negociado.
En este sentido, la neocoherencia no describe un estado, sino un proceso. Un proceso por el cual los sistemas físicos mantienen patrones estables en medio de la interacción constante con su entorno. La estabilidad no surge de la clausura, sino de la relación. El mundo no se sostiene porque esté aislado, sino porque está continuamente ajustándose.
Esta idea tiene consecuencias profundas.
En primer lugar, cuestiona la imagen lineal del tiempo implícita en muchas narrativas científicas. Si la coherencia se “pierde” de una vez y para siempre, el tiempo parece avanzar como una flecha limpia: del orden cuántico al orden clásico, del pasado indeterminado al presente fijo. Pero si la coherencia se transforma y persiste, el tiempo deja de ser una simple transición y se convierte en una negociación permanente entre apertura y estabilidad.
La realidad, entonces, no está decidida de una vez. Está siendo sostenida.
Desde esta perspectiva, los objetos macroscópicos —una piedra, un cuerpo humano, un planeta— no son entidades sólidas en sentido fuerte. Son equilibrios dinámicos neocoherentes. Subsisten porque mantienen una organización estable frente a perturbaciones constantes. No porque hayan salido definitivamente del dominio cuántico, sino porque han aprendido a convivir con él.
Esta lectura permite tender un puente entre tres dominios que suelen pensarse por separado: la mecánica cuántica, la termodinámica y la relatividad.
La mecánica cuántica describe el campo de las posibilidades. Estados abiertos, superposiciones, futuros coexistentes. La termodinámica introduce la irreversibilidad: cada interacción deja una huella, produce entropía, selecciona caminos. La relatividad, por su parte, describe el soporte geométrico en el que esas decisiones se estabilizan y persisten en el tiempo.
La neocoherencia aparece precisamente en ese cruce. Es el modo en que un sistema mantiene estructura tras haber atravesado innumerables decisiones irreversibles. No es la negación de la entropía, sino su gestión. No es la eliminación del ruido, sino su integración.
Desde el punto de vista cotidiano, esto resulta intuitivo. Un organismo vivo no mantiene su forma resistiendo el entorno, sino intercambiando energía con él. Respira, se alimenta, se adapta. Su estabilidad no es rígida, es flexible. Algo similar ocurre a nivel físico más profundo.
Pensar así la coherencia obliga también a revisar nuestro lenguaje. En muchas lenguas —como el inglés— no existe una distinción clara entre “ser” y “estar”. Todo queda reducido a “to be”. Esta limitación lingüística no impide la física, pero sí condiciona la manera en que se conceptualizan los procesos. Se tiende a pensar en términos de identidades fijas, incluso cuando los modelos describen dinámicas.
Lenguas como el español permiten otra aproximación. No es lo mismo “ser” que “estar”, y menos aún “estar siendo”. Esta última forma no fija, no clausura, no define una esencia. Describe un proceso en curso. La neocoherencia pertenece precisamente a ese dominio: no al ser definitivo, sino al estar siendo sostenido.
Desde esta mirada, el paso del mundo cuántico al mundo clásico no es una ruptura, sino una continuidad rugosa. No una línea recta, sino una superficie con pliegues. Existen regiones más coherentes, otras más ruidosas, transiciones lentas, persistencias inesperadas.
El universo no elimina su pasado. Lo arrastra.
Esto tiene implicancias incluso para cómo entendemos el conocimiento científico. Los modelos no describen la totalidad del proceso; capturan promedios, regularidades, comportamientos dominantes. Funcionan, y funcionan muy bien. Pero no agotan la realidad. La neocoherencia señala precisamente esos márgenes donde el orden no colapsa, sino que se reconfigura.
No se trata de oponer un nuevo paradigma a los existentes, sino de afinar la lectura. De aceptar que la estabilidad no es un punto final, sino una práctica constante del universo. Que la realidad no “es” de una vez, sino que está siendo sostenida a cada instante.
En tiempos donde la ciencia es invocada tanto para prometer certezas absolutas como para justificar simplificaciones peligrosas, pensar la neocoherencia es un gesto crítico. Nos recuerda que el mundo no funciona por clausura, sino por equilibrio dinámico. Que la complejidad no es un defecto, sino una condición.
Y que, quizás, la tarea del pensamiento no sea fijar lo real, sino aprender a leer cómo resiste sin colapsar.
