La escena es tan absurda que parece teatro. Un país latinoamericano intenta negociar su futuro mientras otro país, ubicado a miles de kilómetros, decide si ese futuro es aceptable o no. Venezuela entra en crisis y de inmediato Washington se comporta como dueño del continente. Trump actúa como si Maduro tuviera que tocar la puerta de la Casa Blanca para saber si puede seguir gobernando. Es la postal más cruda de nuestro tiempo. La soberanía convertida en trámite, la independencia convertida en mito y el sur convertido en pasillo del norte. Así funciona el mundo cuando los imperios no caen con guerras y si caen con rutinas.
Trump no es un rey, no es monarca, no es árbitro moral del planeta. Pero actúa como si lo fuera. Actúa como si tuviera un mandato sagrado escrito en su Constitución que le permite decidir quién gobierna en América Latina. Bajo Trump esa arrogancia se multiplica. Trump no necesita diplomacia, necesita obediencia, necesita espectáculo y necesita que los demás líderes se inclinen un poco cuando él aparece. De lo contrario usa la fuerza financiera o militar para recordar que sigue siendo el Goliat de siempre.
La tragedia es que algunos gobiernos se acostumbraron a ese guion. Piensan que mantener contento al norte es garantía de estabilidad. Piensan que un guiño de Washington vale más que un mandato popular, piensan que sobrevivir es lo mismo que arrodillarse. Y en ese escenario aparecen figuras como Milei. Presidentes que creen que la libertad es gritar más fuerte que el resto, que creen que el liderazgo es imitar al más poderoso, que creen que su camino hacia la relevancia pasa por besar el anillo del jefe del norte. Milei es el ejemplo perfecto de lo que ocurre cuando un país abandona la dignidad para abrazar la caricatura.
Trump lo celebra porque ambos comparten el mismo ADN político, la misma fascinación por el conflicto, la misma adoración por el poder duro, la misma visión del mundo dividida entre ganadores y perdedores, la misma idea enfermiza de que gobernar es humillar. Les encanta verse al espejo. Uno se siente emperador moderno, el otro se siente discípulo perfecto. Y mientras se aplauden entre sí, millones en sus respectivos países viven la factura real de esas fantasías.
Lo realmente indignante es que América Latina siga atrapada en esa dependencia emocional. Sigamos pidiendo permiso para existir, sigamos consultando si podemos gobernar, sigamos convirtiendo al imperio en brújula política. Cuando un país soberano ajusta su destino según la agenda de otro país, deja de ser soberano. Se vuelve extensión, se vuelve zona de influencia, se vuelve personaje secundario en una película ajena. Eso no es realpolitik y si es colonialismo disfrazado de pragmatismo.
Venezuela es hoy un laboratorio de esa crueldad. Maduro sabe que cualquier movimiento se mide en Washington. Sabe que las sanciones pueden hundir una economía completa, sabe que un portaaviones frente a las costas del Caribe cambia todos los cálculos y sabe que un mal gesto puede significar aislamiento o intervención. Por eso aparece este teatro grotesco donde un presidente latinoamericano ofrece negociar su retiro y el norte decide si el retiro es suficiente. La soberanía convertida en ficha de póker. La democracia convertida en objeto de subasta.
Pero esta historia no es solo sobre Maduro. Es sobre la mentira estructural que domina el continente desde hace más de un siglo. La mentira de que Estados Unidos es árbitro legítimo, la mentira de que su intervención es estabilidad y la mentira de que su presión es necesaria para que los países funcionen. Esa mentira se repite tanto que termina pareciendo verdad. Hasta que recordamos algo esencial. Ningún país necesita permiso para existir, ningún presidente debe pedir autorización para gobernar y ningún líder debe rendir cuentas a otra nación antes que a su propio pueblo. Todo lo demás es sometimiento.
La pregunta verdadera es esta.
¿Cuándo se cansará América Latina de esta humillación permanente? ¿Cuándo dejaremos de pedir audiencia para tomar decisiones que nos afectan solo a nosotros? ¿Cuándo romperemos esta dinámica tóxica donde el norte exige servidumbre y el sur le entrega por miedo o conveniencia? Ningún imperio cede poder voluntariamente. Ningún imperio renuncia a su capacidad de castigar. La única salida es la dignidad y la dignidad no se negocia, se ejerce.
Mientras no ocurra ese quiebre, veremos escenas como esta una y otra vez. Presidentes mirando hacia el norte para saber si su gobierno sigue respirando. Líderes que temen sanciones más que a la historia y políticos que prefieren la sonrisa de Trump antes que la voz de su propio pueblo. La dependencia se vuelve adicción y la adicción se vuelve destino.
La noche en que el continente perdió la voz
La noche más oscura del continente no será anunciada por tanques ni bombas, será anunciada por un silencio. El silencio de presidentes que dejaron de hablar por sus pueblos, el silencio de naciones que olvidaron cómo decir no y el silencio de gobiernos que confunden sumisión con estrategia.
Esa es la verdadera oscuridad, no la guerra, no la intervención y sí la obediencia voluntaria. La noche en que el continente renuncie a su voz será la noche en que desaparezca.
Y el imperio no necesitará disparar, solo deberá seguir haciendo lo que siempre hizo. Mirar hacia abajo…, exigir respeto, repartir miedo y esperar que nadie se atreva a levantar la cabeza…
