En el costado oriental de la carrera 7ª de Bogotá, entre las calles 70 y 70A, hay una casa preciosa que parece el escenario perfecto para un cuento de hadas, príncipes y fantasmas. Se llama Villa Adelaida, y fue construida para ser el hogar de una familia que amaba el arte, la pedagogía y la naturaleza; las letras, la libertad de pensamiento y de conciencia.
Por eso hicieron en el jardín una estructura inmensa (no una jaula), para que los pájaros que necesitaban protección pudieran estar allí y tuvieran espacio para volar a su antojo; por eso había en los salones esculturas traídas de Europa y pinturas de los grandes artistas de la época; por eso los frescos de yeso en las cornisas; por eso los vitrales y el cuarto del niño enfermo, para los cuidados de quien padeciera un cuadro contagioso.
Y hubo un cuarto de juegos y no de armas como habían sugerido los arquitectos, porque ni Don Agustín Nieto Caballero ni su esposa Adelaida Cano habrían aceptado algo que le rindiera culto a las armas. La biblioteca y el estudio eran espacios de alegría, descubrimiento y curiosidad por el saber, la literatura y la filosofía. Allí los hijos de don Agustín (Alberto, Guillermo, Adelaida, Jaime y Gloria que era la recién llegada al mundo) aprendieron el amor por el arte y los libros. Agustín, el sexto hijo, nació 5 años después.
Luego de la crisis financiera de los años 30, la familia se arruinó económicamente, perdió la casa y Don Agustín, humanista de tiempo completo, le dijo a su mujer: “Adelaida, ahora sí vamos a poder educar bien a los niños.”
Ése era don Agustín, mi abuelo, mejor dicho, el abuelo de 28 nietos, el padre de 6 hijos y de un colegio.
En los años 60 Villa Adelaida la compró el Gran Vatel, un templo de la comida francesa, preparada como los dioses por el chef Marcel Goerres, nacido en Luxemburgo en 1913 y fallecido en Bogotá en 1970. Marcel era un hombre inmenso (en todo el sentido de la palabra), un maestro de la gastronomía y un hombre efusivo y solidario.
En los 80 y los 90 vinieron épocas muy oscuras para el país y para la casa. La mafia que se fue apoderando de estructuras de poder político y económico, se tomó la mansión y la llenó de los objetos y comportamientos propios de las mafias: derroche de dinero, apuestas, orgías, y una desafiante reverencia por lo ilegal.
Gracias a las autoridades ese nefasto capítulo tuvo un punto final; pero luego vinieron para Villa Adelaida años de vacío y desolación; el pasto crecía al interior de la casa, los peldaños se quebraron, los maderos de las puertas se llenaron de nidos sin pájaros y las paredes se despellejaron como la piel de un tiempo enfermo y vencido. El ático se cubrió de telarañas, y a la biblioteca por donde un día se pasearon las letras de Víctor Hugo y de Charles Perrault, las enseñanzas de María Montessori y de Jean Piaget, y la poesía de Amado Nervo y de Baudelaire, las invadió un silencio tan inmóvil que dolía.
Luego vino con el arquitecto Ulloa y como una bocanada de luz y de oxígeno, la reconstrucción de Villa Adelaida; quedó lindísima, llegaron las exposiciones de la Fundación de Amigos del Museo Nacional y así empezó la resurrección.
Hoy recibo con felicidad y expectativa el anuncio de las actividades que desarrollará en la casa el Ministerio de las Culturas: Galería de artes plásticas y visuales, innovación, diseño y formación en artes escénicas. ¡Bienvenida Kasa Raíz, “la casa del pasado y del futuro”! Villa Adelaida renace de la mano del Ministerio, y en algún lugar del Cielo habrá una celebración porque la casa del cuento vuelve a abrir las puertas en clave de arte, cultura y creatividad.